jueves, 5 de marzo de 2009

La verdad


Humanos... demasiado humanos !!!. Cuán seguros nos sentimos creyendo saber la verdad. Menos mal que a la vez somos tan limitados y no alcanzamos a ver que al mismo tiempo que creemos tenerla los otros también lo creen sin saber que son maneras de discurrir sobre el estado de las cosas.

¿Por qué será un imposible captar eso que damos en llamar verdad?. Sería bueno tener la respuesta rápida, clara y distinta, pero no. No lo soñemos. Deberíamos recorrer el pensamiento de insignes filósofos que han gastado sus neuronas pensando en ella a lo largo de los tiempos. Y así y todo ¿a cuál de ellos seguiríamos?.

Los humanos queremos saber, queremos que la verdad sea una, que las cosas cierren, que estén completitas, que no falte nada, pero mientras seamos seres de lenguaje, sólo creeremos tenerla.

Aún así siempre la buscamos, entonces, ese buscar la verdad y el lenguaje no pueden no ir juntos. Porque toda vez que ante un estado de cosas queremos transmitirlo debemos recurrir a la lengua o a algún otro tipo de lenguaje y entonces todo intento de alcanzarla se desvanece.

Y aquí vamos, a modo de ejemplo, con esta joyita en la que encontramos que el lenguaje escrito relata el maravilloso lenguaje del cine intentando mostrar lo inasible de la verdad.

Es una nota escrita por Esther Díaz aparecida en ¨La Otra. Revista de arte y pensamiento¨, Buenos Aires, invierno 2007, titulado:

¨El sentido múltiple de la verdad¨

¨Japón, siglo XII, senderos en el bosque. Un samurai camina lentamente delante de un caballo blanco al que conduce por las riendas. Canto de pájaros. Rayos de sol que atraviesan el follaje y bailan en la maleza. Los medallones de luz tornan traslúcido el velo de una mujer posada en la montura. La tela se desliza hasta los pequeños pies, que delatan la nobleza de su dueña. La montura y el armamento brillan. Una especie de paz emana de la bonhomía de las cosas. Pero el delicado equilibrio se quiebra. La narración interrumpe su secuencia. Hay algo que la cámara no captó y al encenderse nuevamente nos devela el caos. El hombre muerto, la mujer violada, las armas no están, el sombrero de él en el suelo, el de ella cuelga desgarrado de un arbusto solitario.

Comienza Rashomon, de Akira Kurosawa.

El jurado a cargo del caso –que no se deja ver- escucha diferentes versiones del acontecimiento. Un humilde leñador dice haber encontrado al samurai sin vida. Agrega que no vio a la mujer, tampoco al caballo, ni las armas. La viuda declara no saber cómo murió su marido y acusa a un desconocido de haberla ultrajado. Un mal viviente atrapado en el bosque asume haber violado, pero no matado. Finalmente el muerto, cuyo espíritu se expresa a través de una médium, acusa a su esposa y al delincuente.

Todos difieren y todos, hasta el fantasma, despiertan sospechas. Sólo coincide cierto estado de las cosas: la desaparición del caballo y las armas, la mujer violada y el samurai muerto.

Sin embargo la verdad de lo acontecido se pierde en el misterio. Hay múltiples testimonios creíbles pero contradictorios entre sí. Esperamos ansiosos que finalmente se devele la incógnita. Pero termina la narración fílmica y las incertidumbres se acrecientan.

En la película el jurado no aparece. Sin embargo su ausencia intensifica su presencia. Mejor dicho, nos imaginamos que está presente porque los personajes que declaran miran al frente mientras tratan de demostrarles a los jueces la veracidad de sus relatos. En realidad los actores observan el ojo de la cámara y, al proyectarse la película, parece que esos personajes miraran a los espectadores. En cierto modo, el jurado de Rashomon ocupa nuestro lugar. Es como si saliera de la proyección, en la que nunca se refleja y se instalara en la butaca.

Esos representantes de la justicia habitan un punto ciego y mudo en esta obra. El público no los ve ni los oye. Los jueces son opacos para nosotros, pero no para los personajes de ficción que los miran con énfasis y respeto. Una luz atraviesa la pantalla, emerge de las pupilas de los actores y choca con las nuestras. Esa flecha de intensidad nos incluye en la trama. Los testigos se dirigen al jurado que es al mismo tiempo el espectador. Se siente la impotencia de ocupar el lugar del juez y no poder juzgar. Mejor dicho, no poder contar con elementos que aseguren objetividad.

Kurosawa, desde la magia del cine, brinda una estremecedora lección acerca de la verdad. Ese discurso que construimos a partir del estado de las cosas, pero que no encuentra manera de corresponderse con ellas de modo ecuánime. De cada relato fluye un sentido diferente. Se alternan diversas perspectivas. Semejan destellos de un diamante tallado que emite diferentes colores según los escorzos que lo iluminan.

La no correspondencia entre las versiones de los personajes diluye la posibilidad de dirimir una verdad clara y distinta. La multiplicidad de jueces es otro impedimento para forjar un juicio unánime. Pues, además de los que suponemos en la obra, existen tantos jueces como espectadores. La ilusión de verdad absoluta se pulveriza. En su lugar titilan fragmentos de sentido. Los testimonios, por contradictorios, desconciertan. En lugar de una verdad única, hay fuga de sentido.

El sentido se produce en una dimensión incorporal. La proverbial indiferencia de los acontecimientos provoca juicios disímiles. Provoca sentido que surge de choques de fuerzas y se desliza por la superficie de las palabras. El sentido no se encierra en proposiciones, deviene a través de ellas.¨


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